Cuando nos hallamos en la dirección correcta, todo lo que tenemos que hacer es seguir caminando, dice un proverbio budista. Y vaya si hubo alguien que caminó, y su huella quedó marcada en el Universo eternamente para marcar el rumbo a cada ser viviente que a su vez debe emprender el viaje de su propia vida, a partir de su nacimiento en este plano de la existencia.
“Eran cuatro los caminos que el padre enseñó al hijo cuando éste manifestó la idea de recorrer el mundo. El de la Justicia al norte, el del Bien a la derecha, el del Amor a la izquierda, el de la Humildad al sur. Por cualquiera de ellos podía llegar a la felicidad, a la celeste dicha de tener tranquila la conciencia, a poseer la verdad divina. Cuatro estrellas brillarían siempre, indicando amorosamente las difíciles sendas, El hijo no titubeó .Hubiese dudado ante la invitación de los caminos si se limitase a recorrer uno solo de ellos, pero él se había propuesto conocerlos todos. Y así lo hizo. Marchó de rodillas, sangró sus plantas, fue desnudo y hambriento por el camino de la Humildad; su palabra fue ternura, su mirada miel, su corazón bálsamo, en el sendero del Amor; su bolsa inexhausta, su brazo firme, su mano abierta, en la entrada del Bien; su juicio certero, su equidad salomónica, su razón recta, en su paso por la vereda de la Justicia. Y cuando no le restó más camino espinoso, más dolor que mitigar, mas sed y más hambre que calmar, dijo el padre: –el hijo ya no necesita caminos— Y se apagaron las cuatro claras estrellas. Entonces los hombres crucificaron al bueno, y en la carne divina donde entraron los clavos, en los pies, en las manos, en la cabeza desgarrada por las espinas, brotó la sangre redentora que alimentó las estrellas que se encendieron más vivas, más puras, más luminosas. Y siguen, faros celestes, marcando los cuatro eternos caminos de Elevación”. Así dice una antigua leyenda recopilada por el dramaturgo uruguayo Adolfo Montiel Ballesteros.
Habla de la humildad, el amor, el bien y la justicia; todas rutas muy conocidas pero poco transitadas a plenitud y que suelen ser recorridas en un sinuoso derrotero, por cierto, por infinidad de personas, intentando a su manera seguir los pasos del Eterno, buscando lo que todos ansían: la felicidad.
Somos seres únicos e irrepetibles, cada uno con un camino a recorrer, cada uno con una misión en este plano existencial, enviados desde nuestro origen a un viaje personal en el que para encontrar la felicidad debemos cumplir muchas tareas fundamentales, tales como vencer nuestros miedos, dejar de depender de las costumbres, preferir la sustancia y no la forma, la libertad a la seguridad, y sobre todo vivir intensamente nuestro mundo interior. Porque el viaje más importante es el que emprendemos hacia el interior de nosotros mismos, pues allí es donde está la felicidad; allí ha estado siempre. “Sé feliz desde ahora, no esperes algo fuera de ti mismo que te haga feliz en el futuro”, explicaba Earl Nightingale, uno de los fundadores de la línea “motivacional” en el campo de la autoayuda.
Quien no parte desde su propio corazón, no logra emprender el viaje, está en el planeta pero carece de una meta. Según Nightingale, “para alcanzar la felicidad, debemos asegurarnos de que nunca nos falte una meta que sea importante para nosotros. Plantearnos un propósito que ofrezca un profundo interés personal; algo que nos permita disfrutar dedicándole doce o quince horas por día de trabajo, y el resto para reflexionar sobre ello. Lo que plantemos en nuestra mente subconsciente y alimentemos con repetición y emoción, se hará realidad algún día. Todo lo que necesitas es saber adónde quieres llegar; las soluciones correctas surgirán espontáneamente”.